viernes, 2 de marzo de 2012


No sé por qué lo hice. Una necesidad impulsiva, desconocida a pesar de haberme acompañado durante largos años, me impelía a ello. No era ansiedad ni desesperación furiosa lo que me movía, a pesar de que esos y muchos otros sentimientos corrosivos aplastaban mi pecho segundos antes. No era eso. Una nueva sensación, inédita y ajada a un tiempo, me inundaba.
Por eso lo hice. Por eso llamé.
Ese papel, casi destruido por completo, era de las pocas cosas que sobrevivieron al fuego devastador. Lo descubrí ahí, rodeado de nada y estrago, mirándome. Fue el número el que me llamaba, no yo. Por eso lo elegí. Respondí a su reclamo sin pensar. Me pareció la persona idónea a quien recurrir en mi situación. ¿Qué más podía perder? Ya no me quedaba nada.
Quizá sentí que, en mis circunstancias, tampoco tenía elección. Nadie más podía ayudarme. Nadie quedaba ya al otro lado. Al otro lado...¿Al otro lado de qué?
Tal vez era yo la que me había alejado, o ellos los que me habían borrado, que más daba ya. En el fondo de mi ser algo oscuro y rezumante me inquietaba. Un temor. El más antiguo. El miedo a lo desconocido.
Ese número, esa llamada, esa búsqueda. ¿Y si tampoco esa persona desconocida, reciente, era capaz de ayudarme?
No sé por qué lo hice. Pero llamé.
Una emoción honda, expectante, impaciente y temerosa me arrastraban hacia una euforia irracional a cada tono, que cada vez sonaba más fuerte que el anterior, amplificando el chirriante eco de la vergüenza y el arrepentimiento. El insoportable chillido que te hace sentir estúpida por haberte dejado guiar por un ciego impulso. Por haber apostado y perdido. No por el hecho de haber apostado, sentí que tenía que hacerlo, sino por la insufrible lanzada de la derrota. Era el miedo de nuevo. El que se imponía. Quién hablaba, cada vez más fuerte, quien me ensordecía. El miedo disfrazado de tono de llamada desoída, de silencio, de ausencia.
No sé por qué lo hice. Me lo pregunté hasta el último instante. Hasta que no pude soportar más la humillación que yo misma me infligía y pude obligarme a colgar. A no seguir esperando, aferrada a la nada que me rodeaba, a desterrar el último pétalo de esperanza.
Y no quise ver la respuesta. Lo hice porque tenía que hacerlo. Era un riesgo que debía correr, independientemente del resultado. Sólo cuando dejas de buscar puedes darlo todo por perdido.
Con mano firme enjugué mis lágrimas como podría haberlo hecho una mano amiga y me sumí en el silencio y la soledad de la cabina. En la negrura de la noche. En todo lo que había perdido. Y lo acepté.
Entonces, un timbrazo repentino me sobresaltó. Desorientada me quedé observando el auricular unos segundos, que parecieron horas, sin atreverme a descolgarlo. Ahí estaba de nuevo. El miedo. Era lo único que nunca parecía querer abandonarme. Y entonces yo lo abandoné a él.
Me quedé esperando, respetando ese nuevo silencio, distinto, que ahora podía disfrutar en compañía. De momento no hacían falta palabras. Sabía que estaba ahí. Al otro lado. Que yo busqué y me encontró. Que yo llamé y vino. Ya no me sentía sola. Ya no sentía temor ni desconfianza. Sabía que podría ayudarme. Sabía que estaría ahí, siempre.
Entonces habló y yo le reconocí. Y supe.
La voz que me aliviaba como un bálsamo, la persona que susurraba a la otro lado de la línea...era yo.

viernes, 18 de junio de 2010

Siete formas de morir un domingo IV


Me alegro de que pudiésemos despedirnos antes de que pasara todo. Antes de alcanzar ese límite que puso un punto y aparte frente a todo lo demás.
Agradezco tu mirada, tu gesto, tu abrazo.
Yo también te dije adiós, aunque tú no pudiste escucharme. El ruido de las turbinas, que empezaban a activarse, y el ajetreo de la partida, absorbieron mis palabras, sustituyéndolas por humo y estruendo y vacío, y por la tristeza de unos labios mudos.
¿Por qué te vas? No entiendo porque te estás yendo.
Mudos e invisibles, a tus ojos. Ya no volviste a girarte, en tu urgencia por marchar, por abreviar al máximo una experiencia que considerabas tan desagradable. Sé que nunca te gustaron las despedidas, como sé que nunca te gustó nada que pudiera enturbiarte, que pudiera dejar mácula en tu impecable vitrina, la que te evitó siempre cualquier contacto con el verdadero mundo, con cualquier tipo de dolor. Por eso me alegro de que, esta vez, aceptaras despedirte, enfrentarte a la pérdida y la tristeza, a lo que significa "dejar atrás". Por eso me alegro de que ya no te volvieras, de que ignoraras todo lo que pasó después. De que esa fuera nuestra verdadera despedida.
No veo pena en tus ojos. Como siempre escapas antes de que tu corazón atisbe la angustia. La añoranza te esquiva. Siento que ya me has olvidado.
Yo sí continué mirándote. A pesar de que resultaba igual de duro para mí. Quise ver por última vez tus cabellos vivaces y rebeldes, que siempre se empeñaban en velar esos ojos tan lindos, al son del viento, dejando sólo intacta tu sonrisa cándida, huidiza pero sincera, a pesar de haber permanecido siempre encerrada en una mentira.
¿Es por eso por lo que te marchas? Quizá ya no tengo cabida en tu universo de cristal. Tal vez has estado haciendo lo mismo durante toda tu vida. Cuando ya nada es perfecto, cuando llega el momento de plantarle cara a la vida, de tomar decisiones, cuando los momentos amargos amenazan con intercalarse con los dulces, alterando el sabor de tu existencia, entonces, tu solución es el adiós.
Me alegro de conservar esa imagen, con un beso preparado en los labios, un beso que murió antes siquiera de haber nacido. Pero tu imagen permaneció. Siempre permanecerá. Aunque sea anclada en el recuerdo colectivo.
Me alegro...Estoy tan triste...
Me arrepiento de no llegar a lanzar este beso. Aunque nadie lo reciba, aunque quede suspendido en el aire, tal vez para siempre. Me arrepiento de permanecer parado, mientras te marchas, mientras huyes, de mí; de que el desastre me encuentre anclado, derrotado. Me arrepiento de habérselo puesto tan fácil, en lugar de correr y evitar tu marcha con un beso que te estaba predestinado, un beso que ya no será para nadie.
Los finales, los verdaderos finales, son siempre tan impredecibles. Nunca nos sentimos preparados para un final definitivo, siempre quedó algo pendiente, una última cosa, aunque no se trate de una experiencia nueva, aunque sólo consista en la necesidad de repetir, una vez más, algo que ya hicimos tantas otras veces, pero que nos gusta tanto...Aquél que diga que está preparado para morir, miente. Nunca se está preparado para algo así, jamás debería llegar el final.
Ambos iniciamos sendos viajes, espero que en la misma dirección, aunque no con el mismo destino.
Pero, por suerte, pudimos despedirnos antes de que pasara todo. Por suerte, odias las despedidas. Por suerte, no te giraste para recibir mi beso, mi último adiós.

jueves, 3 de junio de 2010

Siete formas de morir un domingo III



Me apetece morir de aburrimiento. Sí, considero que puede resultar una apasionante forma de morir.
De hecho, resulta una expresión tan común que dudo que muchos recapaciten sobre su valor, sobre su verdadero sentido. Imagino que todos aluden a ella cuando tratan de escapar del aburrimiento, ese marginal desgraciado. Yo no trato de rehuirlo, sólo anhelo fundirme con él.
El aburrimiento encierra tantos misterios. Debe resultar hipnótico, casi místico, abandonarse por completo a sus encantos. Dejarse colgar en la más absoluta nada, mientras no haces nada, no piensas en nada, no sientes nada, sólo a él, que te abraza con fuerza, que, paulatinamente oprimirá de tal modo tu pecho que ya no quede sitio para el aire, ni para el alma. Logrará que salgas de ti misma de puro aburrimiento.
Piénsalo. Caer en sus redes voluntariamente y permanecer, simplemente quedar, pegada, adosada al neblinoso hastío.
El vértigo, la negación, la anulación, la desaparición...
Debe resultar apasionante morir de puro aburrimiento...

Siete formas de morir un domingo II



Morir perdido. Envuelto en una lengua y una ciudad extrañas. Atrapado en la seductora red de la incomprensión.
Morir ajeno a mi propia muerte. Imbuido por una cultura desconocedora de los límites, de las creencias, de todas las programaciones.
Morir solo, aunque rodeado de tanta gente. Gente que no acaba de comprender lo que me ocurre, pero respeta mi necesidad de hacerlo por mí mismo, de marcharme a mi propio ritmo, en el instante que inmediatamente sigue al de acabar de llegar...
Morir por decisión propia en el momento preciso en el lugar adecuado. Y solo. Completamente solo. Morir conmigo mismo, de la mano. En silencio, para escuchar y escucharme.
Morir tan anónimamente, que el mundo continúe girando como si estuviese vivo.
Morir de pie. Y permanecer anclado en mi fortaleza, sin languidecer. Erguido. Como si no fuera un cascarón vacío, carente de vida, carente de alma.
Morir con los ojos abiertos y no permitir que la muerte me arrastre hacia su ceguera. Continuar viendo a todo y a todos. Aunque no siempre pueda ser visto. Morir despierto, dentro de un sueño.
Morir en varios sitios a un tiempo, en varias horas a la vez. Desaparecer de forma fugaz, condensarme en un solo segundo, mientras mi muerte se eterniza y se dilata y muero durante años, durante vidas.
Morir… cargado de vida, de románticos deseos, de finales posibles e imposibles…
Morir, después de estar vivo, con tantos principios a mis espaldas… Morir una y mil veces, pero siempre después de haber empezado.

miércoles, 2 de junio de 2010

Siete formas de morir un domingo


El cielo gira, vertiginoso. Yo lo contemplo extasiada. Con mis pupilas trato de frenarlo, de aferrarme a los últimos momentos de vinculación con el exterior, con el azul que me empuja hacia el negro que me atrae. La madriguera me absorbe de manera interminable. Desconozco cuándo ni cómo llegará el final. Sólo sé que llegará. En algún momento, esta increíble flotación centrífuga se convertirá en un violento y mortal encontronazo con la realidad del fin, con el fin de la realidad...
Pero, fui incapaz de resistirme. Las profundidades gritaban mi nombre. El vértigo generaba tales cantidades de electricidad en mi cuerpo, tales dosis, insanas, desaconsejables dosis de curiosidad, que el placer y el dolor se volvían inseparables, perversos reconfiguradores de mi organismo.
Me asomé al abismo y me sentí caer antes de haber caído. Al igual que me había sentido morir antes de haber vivido. Simplemente lo supe. Sencillamente quise saber...

Y, a pesar de la magnificencia de mi interrogante, por primera vez no tengo prisa por llegar, por conocer la respuesta. Antes me recreo en el viaje. Me deleito con las inconmensurables maravillas que me ofrece la caída. La certeza de que me dirijo a alguna parte, de que encontraré un final, una conclusión, una solución para todos los abismos, engarzados, como muñecas rusas, dentro de este gran y último abismo...
Flotar. Puedo sentir la elegante cadencia de mis movimientos mientras se desplazan libres, etéreos, suspendidos en la nada que me abraza, que me mantiene suspendida, mecida por la estimulante brisa del descubrimiento. Desandando el camino. Cada vez más cerca de mí misma, de mi verdadero yo.
Cuánta belleza. El cielo gira vertiginoso. Cada vez más y más lejos. Azul...Negro.

jueves, 27 de mayo de 2010

Tarde


Y vuelvo, y voy, y llego antes de partir.
Lo desconocido. Ese destino, ese interrogante, ese destello que asusta y atrae a un tiempo, o a dos tiempos...
La espera es un viaje que puede volverse contra ti. Sobre todo cuando el camino ha sido tantas veces imaginado y temido y rechazado, aún no afrontado. El segundero corre tan raudo. El paso del tiempo juega en tu contra y eso no hace más que retardar tu marcha, tu reacción, que esconde una muchacha temerosa y quebradiza. El reloj la espanta y corre en dirección contraria como un caballo desbocado, con el corazón en un puño.
La espera te hiere, acrecienta tu desasosiego con sus predicciones malintencionadas, cargadas de culpable sarcasmo. El aire que sale de su garganta, ese aliento helado de presagios grises, te tambalea, mientras desandas la línea de tu precario equilibrio, con el viento de frente, el vendaval levantado por las aspas de un segundero impaciente que grita la cuenta atrás.
Y cuando por fin llegas, y cuando por fin vas, es tarde, muy tarde, como habías presentido, aunque no demasiado. Sin embargo, no puedes evitar sufrir las secuelas de tu retraso y, muy sutilmente, un gesto furtivo, un velado reproche, despiertan lo culpable de tu irresponsabilidad, despidiéndote con gesto abatido, desapacible. La carga que llevas a tus espaldas, la verdadera causante de tu desarraigo, te impide sentir el alivio de haber pasado el mal trago.

De haber llegado, de haber ido, de haber vuelto, aunque tarde, tan tarde, pero no demasiado...

jueves, 20 de mayo de 2010

Zenet - Soñar contigo

http://www.youtube.com/watch?v=7CdZlQsBUII